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jueves, 14 de octubre de 2010

El mono

Suena la puerta en unos golpes secos, sordos. Abro y para mi sorpresa es mi primo que pasa frente a mí sin decir hola, sin ni siquiera mirarme. Veloz. Temblando de pies a cabeza y emitiendo extraños sonidos con la boca. He visto sus ojos, fijos, no parpadean, no tienen vida. Se sienta en una silla, como impaciente. Gotitas de sudor recorren su sien, su rostro se contrae al mover la mandíbula, masticando un alimento inexistente. Golpea el suelo con el pie, como siguiendo el ritmo de una melodía que no se oye. Su cuerpo se convulsiona y sus manos no paran de moverse.
Me quedo paralizado... pienso que hacer. Cojo la cartera y le extiendo diez mil pesetas. Las aferra con ansia, las agarra con pavor... anhela lo que le den a cambio, desea ferviente esa dosis que lo sosegará, que lo sumirá en un estado de eterna felicidad, relax, que le cure esos terrible estertores, que le haga viajar más allá de las estrellas, que le abra las puertas de otras dimensiones... el pico.
Tal y como ha aparecido se va. Un amigo, que en esos momentos tomaba café conmigo me pregunta qué le sucede.
“Tiene el mono” digo con cierto hastío, pero también con aflicción. No puedo evitar que unas lágrimas de compasión broten de mis ojos.





Imagen: Jeringuillas en un descampado del barrio de San Blas (Madrid). Foto publicada en el diario "El País".

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