Valles y ciudades, ciudades y valles. Todo avanza a un paso lento pero preciso, a ochocientos o novecientos kilómetros por hora en la realidad. El continente se pierde y el resplandor del sol ilumina mi cuaderno y proyecta la sombra del lapicero garrapateando. Ahora veo nieve. Las nieves perpetuas en los riscos. No me hago a la idea tras el sofocante calor de la isla y las noches sudorosas.
La aeronave se tuerce sobre el ala y un paraíso blanquecino se extiende ante mis ojos. Nubes y nieve. Nieve. Que recuerdos al mirar la nieve. Serpentea por las laderas como ríos blancuzcos, motea las montañas enmascarando su superficie terrosa, enmarcando cada uno de sus escarpados detalles.
Las nubes se metaformosean en seres aguerridos y aparecen como temerosas explosiones. Un mar gaseoso de nubes revueltas, con miles de formas diferentes, zoomorfas, rocas etéreas... la ciudad encantada en el cielo.
La imagen avanza a través del ventanuco. Todo blanco y celeste. Un blanco disperso, cegador, vasto, turbulento... que se derrama suavemente sobre la tierra. Un celeste acogedor, infinito...
El sueño de los hombres, de los pioneros como los hermanos Writght. Surcar el mar de nubes. Que poco valoramos hoy este hecho, esta sensación. A mí me parece increíble. Un siglo y poco, y superamos con creces esa envidia hacia las aves. Quizás, otro siglo, y viajaremos por las estrellas.
Tengo hambre...
Imagen: Las nubes se metaformosean en seres aguerridos y aparecen como temerosas explosiones. Un mar gaseoso de nubes revueltas, con miles de formas diferentes, zoomorfas, rocas etéreas... la ciudad encantada en el cielo.
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